Crónica | Historia de mi foto con D10s, Luciano Antonio Núñez

He contado esta historia cientos de veces y espero poder plasmarla hoy, que murió el Dios de mi infancia. No pude hacer carrera en el fútbol rompiendo redes para cumplir el deseo de mi padre, Ramón; me incliné por las gambetas literarias y periodísticas desde niño. En 2005 me enviaron a cubrir la nota de un desfile de modas y lo hice a regañadientes, sintiendo el yugo de la novatez.

Preguntando di con el organizador que había viajado de Buenos Aires a mi provincia, Tucumán, y para mi sorpresa, lejos del sobrado aire capitalino, me encontré con un coprovinciano cuya tonada estaba, aunque no intacta, sí presente en la charla que versó sobre su carrera. Era Jorge “El Negro” Luengo. A los pocos minutos descubrí una mina de oro para un periodista: una nota de portada.

Me contó que era el fotógrafo de Diego Armando Maradona. No le creí hasta que me dio pruebas. La historia de cómo se hizo su fotógrafo la he contado infinidad de veces, quizás porque a todos nos gustan las historias de cenicientas, como las de Diego y la del mismo fotógrafo.

Cuando todavía tenía la barba tierna, El Negro se había ido de Tucumán a buscar una oportunidad en una revista del corazón y las vanidades argentinas de las clases acomodadas, la Gente. Acaso para probar hasta qué punto llegaría ese muchacho, le encomendaron la foto más complicada: la de Diego en sus locas fiestas en Punta del Este. Era los tiempos de las pizzas con champagne de Carlos Saúl Menen.

Fue a perseguirlo en todos los rincones hasta que un guardia le advirtió que no lo intentara más. Fue el propio Diego (con su pecho inflado, con ese que luchaba contra los poderosos de la FIFA y los mercaderes del fútbol) el que bajó de la camioneta para hablar con ese flaco de barba y pelo largo que lo seguía con la ceguera de un talibán. “Indio, ya te dije que no me sigas”, le dijo directo.

Fue acaso decirle que venía de abajo como él, que si no hacía las fotos no lograría el trabajo; o quizás, se vio Diego a sí mismo en esos ojos como un Pelusa que iniciaba tras el lente, que le regaló el dato: dónde sucedería la fiesta; pero no sólo eso, sino el acceso a su intimidad.

Luengo con Maradona.

Regresó Luengo a la revista y entregó, para sorpresa del editor, el paquete de fotos con los destellos de un Maradona lejos del inmortal Dios que construyó con su cuerpo humano un mito. Vino la fama para Luengo, porque lo que toca Maradona se convierte en oro, no es el caso de Diego, su faceta borrascosa.

Viajó a muchos países con él y retrató la pantorrilla de Diego con la cara de Fidel y el revolucionario mirando con asombro aquella escena que recorrió el mundo. Estuvo cuando murió Don Diego Maradona, padre del prodigio, y así Luengo dispone del universo fotográfico más importante del mundo sobre el astro.

Aquel tucumano fotógrafo de estrellas pamperas, agradecido con mi nota en Tucumán, me envió generosamente años después, un ensayo para un proyecto periodístico: las fotos de las viejas tiendas de abarrotes de la provincia de Buenos Aires, en Miramar.

Yo no guardo el registro del día en que escuché hablar de Diego Armando Maradona. Sólo su cuerpo danzante con la zurda adelante y el 10 en la camiseta Argentina alterna, esa que es azul con la que hizo dos goles que rodarán la memoria colectiva hasta que la humanidad se extinga.

Tenía yo 10 años cuando ganamos el mundial 86. Digo ganamos porque así lo vivimos. Transcurría el gobierno de Raúl Alfonsín cuando muchas familias de mi pueblo en Tucumán: un caserío a espaldas de cerros azules, vivían de las Cajas Pan y los comedores comunitarios. La plata valía lo que el papel picado y Diego alimentaba lo que quedaba de esperanza con sus goles.

Después de perder en el año 82 la Guerra de Malvinas, de las desapariciones de argentinos a manos de otros argentinos; los goles de Diego fueron una reivindicación para un pueblo herido por los Sea Harrier y la devaluación.

Emigré de Tucumán a los 30 y mi destino en México era Puerto Vallarta; y la visita a un peluquero torció el camino hacia Cancún con el solo poder de una foto del mar turquesa. Aquí sucedería mi encuentro con el más grande futbolista de todos los tiempos. Por otros azares del universo, llegaría Diego a Cancún en el año 2008 para el Showbol. Ese espectáculo de fútbol y camaradería con viejos gladiadores como Mancuso, el Pájaro Hernández y Jorge Campos. Lo vi jugar aquella noche y supe que desde que nació la pelota tenía una cita con Él.

Poco antes de ese encuentro lograría esa foto que me acompaña en cada lugar donde voy y que hoy miro llorando como un niño que ha perdido a su barrilete cósmico. En esa postal estoy tan cerca de ese Dios tan humano, “tan sucio”, como dijo Eduardo Galeano, que hizo que a los 10 años abrazara tan fuerte a mi padre que lograría sentir su corazón galopante antes de morir años después; ese Dios que gambeteó para que esos rostro olvidados y abatidos pudieran volver a sonreír.

Los custodios de una falsa moral vestirán de nuevo la toga para juzgarlo y sentirse menos hijos de puta. Miro la foto y confirmo que el Diego no se mancha. Por eso pienso que sólo un argentino o un napolitano pueden entender en lo profundo al Maradona de los imposibles.

Estaba en la oficina en 2008 cuando Don Beto Salazar me llamó para susurrarme con su voz ronca: “Ven a ver a tu Dios”. Fui desde temprano al periódico Quequi enfundado con mi camiseta de Boca, esa que tiene la línea blanca de la última época de Maradona con el Boca de sus amores.

Plumón indeleble y las piernas temblando. La tensión se transformó en un remolino de gente que quería verlo y tocarlo y tenerlo al menos cerca; esa marea humana comenzó a arrastrarlo unos 10 metros que se hacían inalcanzables para mí, abatido y luchando contra las fuerzas de una ola. Emergió un nombre en mi mente: El Negro Luengo. Lo grité a todo pulmón para que las aguas se abrieran y Diego regresara. No lo podía creer. Tomó mi plumón para firmar la azul y oro y deslizó: “¡Qué amigos que tenés!”.

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